Memorias de un subdesarrollado

Nada sé de los días

Después de 15 días de confinamiento fui capaz de descubrir cuatro clases de individuos que son los culpables de alterarme todos los malditos días… los periodistas son como zopilotes


Norman Alburquerque

Nada sé de los días. Me fallan las cuentas. Perdí la noción del tiempo. Me da igual que sean las diez, las doce o las tres de la mañana: Netflix no respeta nuestro ridículo conteo de las horas, como lo hace la programación de canal 5. El tiempo en Netflix es menos artificial y más exacto, se mide por episodios, así como nosotros contamos nuestra vida.

Muy probablemente llevo 15 días confinado en mi espacio privado. Rompí mi confinamiento una sola vez, me duele aceptarlo porque le fallé a Hugo Lopéz-Gatell y su sonrisa perfecta.

Fui a Gandhi, con mucho remordimiento, por los libros “El siglo de las drogas” de Luis Astorga, “La lectura y la sospecha” de Armando González Torres, “Periodismo escrito con sangre” de Javier Valdez, “Nadie me verá llorar” de Cristina Rivera Garza y el mejor de todos, sin duda alguna, “Historias insólitas de la selección mexicana” de Luciano Wernicke, para acompañar mi histeria.

Mi histeria la provoca la gente. En serio. Después de largas horas frente a mi P30, la MacBook o mi pantalla Samsung, fui capaz de descubrir cuatro clases de individuos, muy bien definidos, que son los culpables de alterarme todos los malditos días.

La primera clase la conforman gente que, teniendo el privilegio de aislarse, no lo hace y, además, se queja.

La segunda clase está conformada por personas que minimizan el problema del virus chino; por un lado, tenemos a aquellos que “piensan” que es un complot del sistema mundial y no va más allá de un simple resfriado; por el otro, están esos que se amparan bajo el argumento de que el porcentaje de mortalidad es risible.

Ambas clases son desesperantes, pero se pueden ignorar un buen rato. Las verdaderas amenazas son la tercera y la cuarta clase. Me explico.  

En la tercera clase se agrupan las personas que, sabiendo que nuestro sistema de salud va a colapsar en cualquier momento, y están viendo la tragedia que se vive en Ecuador, donde la ciudadanía está incinerando a sus muertos en las calles, siguen violando, con cualquier pretexto, la sencilla y contundente recomendación de la Secretaría de Salud: “Quédate en casa”.  

La cuarta clase la conforma la gente que no respeta la sana distancia, esos individuos que les cuesta un trabajo enorme dejar de escupir a diestra y siniestra, cubrirse con la parte interna del codo la boca cada vez que estornudan, o son esos que se ofenden si no les das un buen apretón de manos o un besote bien tronado en las mejillas; esos que desconocen que existe algo que se llama espacio vital -derecho universal de todos los ciudadanos del mundo- y lo transgreden impunemente, cuando no respetan el metro y medio que debe existir entre una persona y otra; esas personitas siguen caminando por las calles, van de un lado a otro, bien agarraditos de la mano; esas personitas que en las filas del supermercado, de los bancos o las paradas de autobús, se paran justo detrás de ti porque les genera un gran placer que sientas como su aliento te acaricia suavemente la nuca. La frase ampliamente difundida por comunicadores y las redes sociales, “Separados pero juntos”, no le dice absolutamente nada a los que pertenece a dichas clases.

Y sin embargo, hay otra clase, a la que menos entiendo, y es la que conforman los periodistas.

Todas las tardes antes de las 19 horas, desde el mes de febrero, estos individuos llegan a Palacio Nacional; acceden a la sala donde las autoridades dan el reporte diario del avance del virus chino; ocupan los asientos disponibles; esperan impacientemente al subsecretario de Prevención y Salud.

Los periodistas son como zopilotes: escuchan con fingida atención, sus ojos inquisidores se postran sobre su víctima, esperan el momento de las preguntas para lanzarse sobre su objetivo.

Ese momento revela la inmundicia, haciendo honor a su verdadera condición: exigen que Hugo López-Gatell difunda los nombres, las colonias y las ciudades de las personas que han perdido la vida a causa del Covid-19; anhelan la militarización del país para garantizar que la sociedad civil se mantenga confinada en sus casas; desean que Andrés Manuel López Obrador, en el uso de sus facultades, suprima las garantías individuales para traer de vuelta la famosísima consigna del porfiriato: “Mátalos en caliente”, antes de que nos contagien a todos.

En serio. No es broma. Póngale atención esta última clase: es la que da más miedo, pues sus espantosos y cacofónicos gruñidos tienen el poder de enloquecer hasta al héroe más cuerdo; de eso no tengo la menor duda.

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